Evaluación en tiempos
de cambio
Introducción
Uno de nuestros
comportamientos habituales es el de juzgar, apreciar y, en fin, valorar las
cosas, eventos y personas de nuestro entorno, incluso, a nosotros mismos.
Constantemente estamos colocándolas o colocándonos en alguna balanza que nos
permita ponderar atributos como la belleza, la bondad, la utilidad, la
inteligencia o cualquiera otro. Con el resultado obtenido nos formamos algún
juicio sobre lo evaluado. En este proceso de evaluación constante reside una de
las claves para la revisión, la reflexión y el mejoramiento permanente. Sin
embargo, como no tenemos la sabiduría infinita, ni la verdad irrebatible de
nuestro lado, muchos de estos juicios los hacemos desde nuestras limitaciones y
subjetividades. En el contexto del sistema educativo y de las relaciones entre
padres e hijos la evaluación tiene un papel fundamental. Todos los implicados
en el proceso educativo formal: personal directivo, educadores, alumnos y
padres emiten continuamente juicios valorativos que pueden tener un profundo
impacto en la vida de las personas sobre quienes recaen, llegando a ser
decisivas para la carrera a seguir o la valía de sus capacidades. Los
educadores, además de realizar valoraciones de sentido común, tienen un amplio
campo de acción evaluativa, que va desde la selección de los libros de texto,
los materiales y medios educativos, hasta la calificación de los alumnos. Esta
última es la tarea de evaluación por excelencia en la educación formal.
Representa una cuota de poder para los docentes y una fuente de controversia
permanente (Sancho, 1990).
Actualmente, se está
viviendo un cambio de paradigma donde el cognitivismo y el constructivismo
destacan la importancia de la subjetividad y de los procesos, de la atención a
las diferencias individuales y a la diversidad, la incorporación de las
actitudes y los valores, entre otros. Con estos enfoques hay bastante acuerdo
en lo teórico, no así en su instrumentación y ésta es una de las fuentes de la
controversia. Los nuevos enfoques se orientan a una evaluación alternativa la
cual, entre otros aspectos contempla que:
•
Los estudiantes participen en el establecimiento de metas y
criterios de evaluación.
•
Las tareas requieren de los estudiantes el uso de procesos
de pensamiento de alto nivel, tales como solucionar problemas y tomar
decisiones.
•
Con frecuencia, las tareas proveen medidas de las habilidades
y actitudes metacognitivas, habilidades para las relaciones interpersonales y
la colaboración, tanto como los productos más intelectuales.
•
Las tareas deben ser contextualizadas en aplicaciones al
mundo real.
En función de lo anterior, este trabajo
se comienza con algunas precisiones conceptuales acerca de la evaluación,
continúa con las nuevas tendencias en evaluación, posteriormente, se abordan
algunos de los problemas considerados cruciales como: complementar los aspectos
técnicos de la evaluación con la reflexión ética, las relaciones entre
evaluación y acreditación , el paso de la e valuación externa a la
autoevaluación , la integración de la evaluación en el proceso educativo , la
evaluación para el aprendizaje estratégico. Finalmente, se cierra con un
conjunto de conclusiones.
Algunas precisiones
conceptuales
En general, la evaluación es el proceso
que conduce a establecer el valor o mérito de algo. Ahora bien, las bondades o
méritos de lo evaluado deben basarse en datos. El dato es lo dado, la evidencia
en que nos apoyamos. En este sentido, la emisión de un juicio sobre el valor de
algo proyectado o realizado por algún individuo o grupo presupone un proceso de
recogida de información sistemática y relevante que ayude a formular juicios de
cierta calidad. Por otra parte, los datos son una condición necesaria pero no
suficiente para arribar a juicios acertados, se requiere de la complementación
con elementos abstractos, no evidentes a primera vista, que contribuyan a
comprenderlos, interpretarlos y contextualizarlos. Si l a emisión de un juicio,
sea sobre la actuación académica de un alumno, el valor educativo de una
institución, la calidad o pertinencia de un programa de formación o sobre la
práctica educativa, no se sustenta en la consideración de un conjunto de datos
con los cuales arribar a una comprensión global del fenómeno bajo
consideración, tiene muchas posibilidades de constituir un pre-juicio , es
decir, un juicio que se emite sobre un hecho o situación, con datos
incompletos, con mediciones que tienen errores , sesgos u omisiones.
Muchos de los datos vienen expresados
en magnitudes de alguna variable y allí interviene el problema de la medida.
Evaluar y medir son dos términos que han causado grandes confusiones por cuanto
simples mediciones se han catalogado como evaluaciones. En efecto, medir
procede del latín metiri que
significa medida. La psicometría se encarga de la teoría y la práctica de la
medición psicoeducativa. En cambio, evaluar viene de valer, referido a valía;
está asociado a juzgar el valor o el precio y estimar. Evaluar es más amplio
que medir y, en la mayoría de las ocasiones, se necesita de una o varias
mediciones para llegar a la evaluación. La medición es una descripción
cuantitativa de los comportamientos, mientras que la evaluación abarca tanto lo
cuantitativo como lo cualitativo e incorpora juicios de valor que afectan la
deseabilidad de dichos comportamientos.
En general, la evaluación es el juicio
que se da sobre una cosa, persona o situación con base en alguna evidencia constatable.
La evaluación educativa se concibe como un proceso a través del cual se recoge
y se interpreta, formal y sistemáticamente, información pertinente sobre un
programa educativo, se emiten juicios de valor sobre esa información y se toman
decisiones conducentes a mantener, reformar, cambiar, eliminar o innovar
elementos del programa o de su totalidad. La evaluación orientada a determinar
el rendimiento académico es el proceso mediante el cual se recoge información
relativa a la actuación del estudiante con la finalidad de emitir juicios
acerca de sus avances y progresos, generalmente se traduce en una calificación.
Nuevas tendencias y sus
implicaciones en evaluación
Actualmente se considera,
como condición básica del ser humano, su capacidad para cambiar y para aprender
(Campione, Brown y Ferrara, 1987) o su modificabilidad cognitiva.
Contrariamente a otras perspectivas, que consideran a los individuos con un
conjunto de características fijadas por la naturaleza, Feuerstein, Rand,
Hoffman y Miller (1980) conciben al ser humano como un sistema abierto,
flexible, autoplástico, impredictible y susceptible de experimentar cambios
estructurales significativos . Igualmente, se entiende que el centro del
proceso educativo no debe ser la enseñanza sino el aprendizaje; que al
conocimiento no se accede por la simple transmisión de una persona a otra, sino
que se requiere de una participación activa y constructiva del aprendiz (Aznar,
1992; Cooper, 1993; Wilson, 1995; Marchesi y Martín, 1998); que los contenidos deben
acompañarse con una reflexión acerca de los procesos cognitivos requeridos para
su procesamiento, que el énfasis debe estar en procesos cognitivos de alto
nivel más que en procesos de bajo nivel. Estos procesos de alto nivel son el
pensamiento crítico y creativo, la reflexión a partir de la acción, la
aplicación de los aprendizajes, la competencia para resolver problemas y para
tomar decisiones (Fogarty y Mctighe, 1993). También se plantea la necesidad de
la transferencia; es decir, que los aprendizajes sean aplicados fuera del
sistema escolar; es decir, que sean de utilidad en el contexto vital del
estudiante (Johnson, 1995). Entre las condiciones más importantes del
aprendizaje figura el que sea significativo ( Ausubel, Novak y Hanesian, 1986).
Frente al aprendizaje puramente memorístico y por repetición mecánica, el
aprendizaje significativo ocurre cuando el estudiante puede relacionar la nueva
información con estructuras cognitivas previamente adquiridas de una forma no
arbitraria, sino pertinente y consistente, respondiendo a necesidades e
intereses del individuo.
Por último, la educación
no termina con la adquisición de conocimientos, sino que abarca las actitudes y
los valores; es decir, la formación integral del individuo dentro y fuera de la
escuela. Desde esta perspectiva, la evaluación supone un proceso reflexivo,
cualitativo y explicativo; orientado a procesos, es una evaluación centrada en
el análisis y la comprensión e interpretación de los procesos seguidos para el
logro de un producto y no únicamente en los resultados.
Sin embargo, uno de los
problemas presentes en las innovaciones educativas lo constituye la
contradicción entre la prédica constructivista, centrada en procesos cognitivos
de alto nivel y la evaluación que, en definitiva, se orienta a medir la
memorización de contenidos. Mientras ha habido progresos en las estrategias
didácticas que operacionalizan los conceptos anteriores, las prácticas de
evaluación han sido más difíciles de cambiar.
De la razón técnica a la
perspectiva ética
Toda
acción educativa se enmarca en unos ideales, ya sea un futuro anhelado o una
concepción de la sociedad. Sin embargo, en ocasiones se pretende imponer una
visión tecnocrática según la cual los argumentos no se justifican por los
valores que los sustentan sino por su procedencia del círculo de los
especialistas. De este modo, al presentarse como argumentos técnicos, parecen
estar desprovistos de intereses y preferencias, para presentarse como necesarios y neutrales (Angulo, Contreras y
Santos, 1991).
En el caso de la
evaluación educativa, se creyó que los problemas habían sido resueltos con la
llamada “evaluación objetiva” de inspiración positivista y conductista. El
asunto quedaba reducido a un problema eminentemente técnico relativo a cómo
licitar las conductas que demostraban que el aprendizaje había ocurrido, la
ponderación de los ítemes, la confiabilidad, validez y generalización de los
resultados. Los trabajos de evaluación situados en esta perspectiva, adoptaron
diferentes denominaciones como: modelo
experimental, enfoque
sistémico, pedagogía
por objetivos o evaluación
objetiva, los cuales, han tenido y siguen teniendo una fuerza
preponderante. Su ubicación en el paradigma positivista de la ciencia ha
llevado a que fuese considerado durante largo tiempo como el único modelo científico de
evaluación. Sin embargo, sabemos que la objetividad en la evaluación es
relativa por cuanto se trata de una labor humana y, como tal, está sujeta a
limitaciones y errores.
Una de las tendencias
actuales es la de poner de manifiesto aspectos que generalmente tienen un
carácter implícito o encubierto, es lo que se ha estudiado como curriculum oculto (ver: Torres,
1991), los valores son parte de éste. En la evaluación educativa hay,
básicamente, dos tipos de problemas. Unos, de orden técnico y metodológico,
relativos a los instrumentos que mejor permiten recoger la información
requerida. El otro tipo de problemas es de carácter ético y valorativo. Desde
esta perspectiva se plantean preguntas como por ejemplo: ¿por qué evaluar?
¿para qué? ¿con qué legitimidad? y ¿qué uso dar a la información? Estas
preguntas son pertinentes por cuanto, en las sociedades modernas, la evaluación
cumple una función legitimadora de la ideología al proporcionar un mecanismo
por el cual se hacen juicios sobre el mérito al mismo tiempo que ayuda a
definir el concepto de mérito. Los buenos resultados académicos se aceptan como
un indicador de las habilidades que permitirán a un individuo progresar y tener
éxito en una sociedad que a su vez seleccionará a aquellos que contribuirán más
en ella, en términos de liderazgo social y económico ( Sternberg, 1997 ).
En este sentido, a través
de la historia, la evaluación educacional se ha desarrollado, más por razones
sociales, como medio de selección social y económica, que por motivos
educacionales propiamente dichos. Sin embargo, recientemente, el interés se ha
centrado en paliar los efectos negativos en los estudiantes, sus consecuencias
en la motivación individual y la autoestima personal. Se busca una evaluación,
más motivadora del aprendizaje autónomo que controladora, punitiva y usada como
medio para el ejercicio del poder. En armonía con los grandes objetivos de la
educación, la evaluación debe orientarse a la formación de la capacidad crítica
y reflexiva del aprendiz, a un cuestionamiento permanente, tanto de su
actuación, como de los aspectos mejorables de su realidad y, en esto, la
evaluación tiene un importante papel.
Como se deduce de lo
anterior, no es posible tratar a la evaluación sólo técnicamente, sino que se
requiere una reflexión de fondo, filosófica y ética; y sólo después, se estará
en condiciones de buscar los instrumentos más adecuados a las conclusiones a
que se haya arribado. La evaluación, como la educación, nunca es algo neutral;
no puede serlo. Pensar lo contrario es una ficción que esconde algo tan
fundamental como son las preguntas: ¿para qué evaluar? o ¿al servicio de qué?
Como se puede apreciar, hay muchas decisiones que tomar sobre la evaluación por
parte de los profesionales de la educación, decisiones que son, tanto
individuales como colectivas y se refieren a la información de los resultados
de la evaluación y la promoción, entre otras (Parcerisa, 1994). Son decisiones
que no pueden estar apoyadas sólo en razones técnicas, sino que cada quien está
frente a sí mismo y necesita apelar a su juicio, los valores que orientan su
labor educativa y su sentido mismo de la vida. Tal vez, las decisiones a tomar
no sean tantas, pero, en todo caso, son de gran trascendencia para los estudiantes
y detrás de ellas está comprometida la filosofía educativa de los educadores.
De la acreditación a la
ayuda pedagógica
Como se
esbozó en el apartado anterior, en función de nuestro concepto de educación
institucional y de los objetivos generales que colectivamente nos hayamos
propuesto, la evaluación puede ser entendida como un instrumento de control, de
acreditación, de ayuda, de clasificación, de selección o de interacción, entre
otros sentidos. Reduciendo las opciones, consideraremos que la evaluación educativa
puede tener dos grandes finalidades: mejorar los procesos, bien sean
estos administrativos, didácticos o de aprendizaje, o una función selectiva y
clasificadora destinada a verificar el logro de ciertos requisitos, a fin de otorgar
calificaciones o certificados.
En la propia esencia del
sistema educativo, en su faceta más clara de reproducción social, se encuentran
la valoración y clasificación de las personas en función de los resultados
obtenidos en exámenes más o menos rigurosos y de muy distintos tipos, lo que
les permite acceder o no a determinados niveles del propio sistema y a un tipo
u otro de trabajo. Por lo anterior, no debe asombrar que se piense que
evaluación es evaluación de los alumnos y que se considere que el curriculum y el sistema funcionan si los alumnos aprueban. Esta concepción es tan
fuerte y está tan profundamente arraigada que, a pesar de todas las críticas
que se le hacen al régimen de exámenes, la valía intelectual e incluso
profesional de muchas personas sigue estando marcada por su habilidad para
responder estas pruebas.
En la actualidad, la
evaluación es un instrumento de control en manos de los educadores, un medio
para imponer su autoridad al alumnado y forjar la disciplina. La sociedad ve la
evaluación como una acreditación que permite situar a cada alumno en un
determinado lugar respecto a los demás. Por su parte, el alumnado utiliza la
evaluación para ubicarse respecto a sus compañeros e ir, de esta manera,
construyendo y afirmando su propia imagen, a la vez que van creando y
reforzando determinadas expectativas. En este sentido (Wolman, 1984), define la
evaluación como “la determinación del valor o importancia de una puntuación o
fenómeno, mediante su comparación con una norma o criterio” (p. 164).
En función de lo anterior,
hay que decidir para qué evaluamos: para clasificar o para ayudar mejor al
alumnado. En ocasiones no es fácil compaginar estas dos finalidades. Lo que
hacemos habitualmente es clasificar; a ello nos conduce una larga tradición e
incluso la demanda social, abarcando a los padres, que, en muchas ocasiones, lo
que quieren es saber dónde está situado su hijo respecto al resto del grupo, es
lo que se conoce como evaluación basada en normas (Monedero, 1998). Pero,
habría que preguntarse, ¿realmente nos dice mucho conocer que un determinado
alumno es de los mejores o los peores del grupo? ¿Mejor o peor en qué? si los
ubicáramos en otro grupo, ¿también sería de los mejores o de los peores?
Sabemos que no es así. Para ayudar a los estudiantes necesitaríamos, más bien,
conocer el progreso de cada uno, las dificultades que se le presentan en el
camino, y cómo las puede ir venciendo. En este sentido, lo fundamental de la
evaluación es observar y reflexionar con el estudiante, durante la realización
de su labor, captar sus acciones y reacciones, percatarse de sus opiniones e
intereses, descubrir sus procesos de razonamiento, sus dificultades y
capacidades, ofrecer retroalimentación sobre su ejecución y determinar las
estrategias didácticas más adecuadas para subsanar las dificultades y potenciar
las capacidades. En el siguiente aparte se analiza esta visión de la
evaluación.
Examinadas estas dos
grandes finalidades de la evaluación, cabe preguntarnos si es posible
compaginar la función selectiva y clasificadora con la de ayudar a cada
estudiante en la superación de sus dificultades y en aprender mejor. El asunto
no debe ser tan fácil, cuando muchos se quedan por el camino de esta carrera de
obstáculos en que hemos convertido la educación institucionalizada. Lo que sí
conviene recalcar es que tanto la acreditación como la evaluación, tal como han
sido concebidas aquí, son válidas y necesarias en el proceso educativo; sin
embargo, conviene establecer sus límites y objetivos a fin de usarlas con
propiedad.
Evaluación para el
aprendizaje estratégico
La construcción del
conocimiento se lleva a cabo por la interacción entre educandos y educadores.
Si se dan las condiciones adecuadas, estas interacciones pueden adquirir un
carácter estratégico. Para ello es necesario que los participantes compartan
unos objetivos que les permiten orientar la actividad conjunta, regular el
proceso y evaluar los resultados y la eficacia de los pasos seguidos. En este
marco, el aprendizaje es una actividad estratégica característica de la construcción
significativa del conocimiento, propia de toda actividad intencional. Ahora
bien, p ara que el aprendizaje tenga este carácter estratégico, es necesario
que los partícipes del proceso educativo compartan unos objetivos claros y
útiles, esto es, que les sirvan para planificar y orientar sus acciones. Deben
tener también unos criterios e indicadores de evaluación explícitos que les
ayuden a valorar los progresos (Mauri, 1996).
Se entenderá el
aprendizaje como un cambio en el potencial de conducta, resultante de la
práctica o de la experiencia. Potencial de conducta quiere decir: probabilidad
de que un individuo, en una situación concreta, realice una determinada
conducta. Aprendizaje viene a ser aprovecharse de la experiencia para la acción
futura. También los errores se aprenden y se aprende de ellos. Bajo la
perspectiva constructivista, el error es una importante fuente de aprendizaje
en cuanto sirva como catalizador de la duda, la autocrítica y la reflexión, el
desequilibrio cognitivo y la toma de conciencia acerca de las contradicciones.
Para que el error cumpla
su función educativa debe estar acompañado por la retroalimentación,
retroinformación o retroacción; es decir, algún mecanismo mediante el cual el
individuo reciba información de una fuente externa acerca de los efectos y
resultados de su conducta. En este sentido, lo decisivo no es la respuesta
correcta, sino el aprendizaje que de ella se pueda derivar; por ello, más que
corrección de errores, lo que se persigue con la retroalimentación es la
promoción de la reflexión acerca de lo que el estudiante hace, de sus procesos y progresos (Callejo, 1996).
La retroalimentación
puede ser utilizada para prevenir un error, para alertar sobre dificultades no
descubiertas por el sujeto o para corregir errores cometidos y, sobre todo,
para ayudar al sujeto a reflexionar sobre los resultados de sus estrategias. Si
bien l a conciencia no siempre es necesaria para que se produzca el aprendizaje
por cuanto muchos de los aprendizajes más rudimentarios ocurren sin percatarnos
de ello y sin ser formalmente conscientes de lo aprendido, también es cierto
que la conciencia explícita de la situación, de las relaciones entre sus
elementos, así como de las relaciones entre la propia actividad y los sucesos
del entorno, coopera con un mejor aprendizaje. En los actuales enfoques
educativos se considera que los procesos de control o ejecutivos, directivos y
reguladores de otros procesos subordinados, que funcionan, en cambio, de manera
mecánica y automatizada, parecen constituir la clave de un aprendizaje
inteligente, productivo y creador, capaz de adaptarse a demandas cambiantes y
complejas del medio.
Ahora bien, no toda
práctica de evaluación resulta igualmente acertada para apoyar el aprendizaje
estratégico. Para ello, debe entenderse como un recurso para conocer lo que
ocurre y regular continuamente el proceso educativo. La evaluación puede
asumirse, en esencia, como un proceso de retroalimentación sobre la actuación
del aprendiz, el cual está destinado a promover la autorregulación de sus
estrategias cognitivas. La autorregulación
se refiere a los procesos metacognitivos del individuo; abarca el
establecimiento de las metas, la selección o producción de estrategias y de la
supervisión y autoevaluación de la eficiencia en el procesamiento de la
información y la solución de problemas. Las estrategias cognitivas pueden ser definidas como el
conjunto de acciones internamente organizadas que el individuo utiliza para
procesar información y para controlar o autorregular dicho procesamiento (Ruiz
y Ríos, 1994).
La evaluación, entendida
como el elemento que regula el proceso educativo, se integra plenamente en los
diversos elementos que componen la práctica educativa y se orienta
principalmente a la mejora de los educandos. En definitiva, el carácter
continuado, procesual, contextual y estratégico de la evaluación reguladora en
el proceso educativo es especialmente útil para poner de relieve los aspectos
intencionales, deliberativos, reflexivos y de toma de decisiones, característicos
del uso de estrategias. Dicha evaluación ayuda al alumno a autocontrolar el
proceso de aprendizaje gracias a que el educador le presta el apoyo necesario,
no sólo para que pueda aprender, sino para que aprenda a aprender mejor. Este
enfoque de la evaluación es coherente con los conceptos de zona de desarrollo próximo, mediación del
aprendizaje y andamiaje
(Ríos, 1997; Vygotsky, 1981).
De la evaluación externa
a la autoevaluación
En esta sección se analiza la orientación que debe tener
la evaluación para que pueda servir de apoyo en el proceso de desarrollo, tanto
moral como cognitivo, por el cual atraviesan los estudiantes. En efecto, la
evaluación está vinculada con valoración y, detrás de las valoraciones está la
moral, por cuanto, el referente de lo que está bien o mal son los valores. En
el campo del desarrollo moral Piaget (1983), centró sus estudios en la forma
como el niño pasa de la heteronomía a la
autonomía; es
decir, la manera en que el control ejercido por parte de los otros es
suplantado progresivamente por el autocontrol. En la moralidad heterónoma, la
conducta se orienta a la adaptación conductual y afectiva a reglas morales; por
el contrario, en la moralidad autónoma la motivación es hacia la realización
personal más que a la reducción del miedo o la ansiedad.
Siguiendo los
lineamientos de Piaget, Kohlberg (Kohlberg, 1992; Hersh, Reimer, y Paolitto,
1984) establece tres niveles para el desarrollo moral. En el nivel preconvencional el individuo se
orienta hacia la obediencia como medio para evitar el castigo. Las autoridades
con poder han establecido reglas que se obedecen sin cuestionar por temor a las
consecuencias. En el nivel convencional el sujeto orienta su conducta de
acuerdo con el orden establecido en la sociedad, crea relaciones de conformidad
interpersonal, lo importante es ser visto como una buena persona por los demás,
a fin de obtener su aceptación. Por último, en el nivel postconvencional del
juicio moral se consideran las reglas sociales como arbitrarias y subjetivas.
Se reconoce la diversidad de valores y opiniones como relativas al grupo de
pertenencia. Acomodarse a las reglas e instituciones de la sociedad y hacer sus
obligaciones es por el bien colectivo y la protección de los derechos de todos.
La fundamentación última del juicio moral se apoya en la propia conciencia.
Por otra parte, según el
concepto de zona de desarrollo
próximo, el avance se produce por un proceso de interiorización de las
construcciones culturales y por un manejo cada vez más controlado desde el
sujeto; es decir, se va de la regulación externa hacia la autorregulación . Para lograr
esto el adulto o, en general, el mediador (Ríos, 1997) suministra apoyos al
aprendiz, éstos pueden ser soportes físicos o explicaciones que le dan sentido
y significado a situaciones; en definitiva, le promueve el desarrollo de unas capacidades que faciliten,
primero la comprensión y tratamiento externo del problema y, después, la
interiorización gradual de esa comprensión y tratamiento. Esto le concede al
sujeto la posibilidad de ir desarrollando un conjunto de capacidades como
memoria, atención y categorías de análisis, las cuales suplen y conforman
gradualmente su imagen del mundo y construyen paulatinamente su estructura
mental. Durante mucho tiempo será una mente social, que funciona con soportes
instrumentales y sociales externos. A medida que esa mente externa y social
vaya siendo asumida por el niño y vaya construyendo los correlatos internos de
los operadores externos éstas se irán interiorizando.
Desde el punto de vista
didáctico lo anterior se puede instrumentar con el concepto de andamiaje. Con este concepto se
plantea que la ayuda debe mantener una relación inversa al nivel de competencia
que el estudiante muestra en la tarea. Así, cuanta más dificultad tenga para
lograr el objetivo, más directivas, abundantes y sencillas han de ser las
ayudas que se le suministren. Este apoyo se debe ir desvaneciendo a medida que
el aprendiz se va haciendo capaz de autorregular sus procesos y puede llevar a
cabo la ejecución de manera independiente. En definitiva, hay un traspaso del control de los
agentes mediadores externos hacia la autorregulación.
En función de los
conceptos antes analizados, a saber: que la tendencia del desarrollo moral va
de la heteronomía a la autonomía y que la orientación
del desarrollo cognitivo es de las regulaciones
externas a la autorregulación,
sería pertinente que nos preguntáramos, ¿la evaluación que hacemos en las
instituciones educativas está orientada a promover el avance moral y cognitivo
de los estudiantes? ¿es una forma de control ejercida desde fuera para lograr
la obediencia y la sumisión? o ¿tiene la preocupación permanente porque el
aprendiz avance hacia la autorreflexión y la autonomía? Es verdad, se trata de
un proceso de desarrollo donde interviene una multiplicidad de complejos
factores; sin embargo, con demasiada frecuencia la evaluación se usa como medio
de control y de sumisión, quedando los estudiantes como ciudadanos indefensos.
Tal vez, ello sea válido en determinadas circunstancias y hasta cierto punto,
no obstante, la orientación general o el principio a seguir debe ser que haya
una preocupación constante por que sea el propio estudiante quien,
progresivamente, vaya asumiendo el enjuiciamiento de su actuación. En este
sentido, adquiere relevancia la autoevaluación.
Esta tiene como propósito auspiciar la reflexión, tanto individual
como colectiva, que permita analizar, diagnosticar, revisar y ajustar la
actuación personal o los componentes del programa.
Normalmente, nos sentimos
ansiosos ante cualquier situación donde se vayan a evaluar nuestras actividades
y capacidades. Estos temores se deben a que, muchas veces, se emiten juicios
que no son más que afirmaciones categóricas e irrefutables sobre lo bueno y lo
malo de un programa, una actividad o una institución, es decir, sobre nosotros
mismos y la realidad que hemos contribuido a crear. Es cuestionable que un
grupo de evaluadores o de “expertos”, por el sólo hecho de serlo, posean las
categorías o los criterios correctos
y mágicos de
valoración, que estipulen con validez y rigor el valor de las cosas, acciones,
interacciones, logros y fracasos, de las instituciones, los grupos o los
individuos. Cuando confundimos autoridad,
jerarquía y responsabilidad con capacidad de juicio, estamos
prescindiendo, no sólo de todos los pequeños
juicios que merecen ser oídos, sino que estamos subvirtiendo la
capacidad que los mismos grupos humanos tienen para comprender y cambiar su
realidad de forma colectiva, sin delegar esta capacidad en otros.
Parece obvio decir que el
alumno debe saber, desde el inicio de un período, en qué será evaluado y a qué
responderá su calificación. No obstante, muchos alumnos no son conscientes de
lo que deben hacer para aprobar,
sencillamente porque nadie se lo ha comunicado. De pronto se enteran, por
ejemplo, que las faltas de ortografía eran un elemento decisivo de su
calificación; sin embargo, eso era algo que debían haber adivinado por cuanto,
algunos profesores, aún en la actualidad, no hacen explícitas las reglas del
juego. La calificación no puede salir de una fórmula subjetiva que sólo el
profesor conoce, sino que, desde la elaboración del proyecto institucional,
deben quedar expuestos los compromisos sobre: criterios de evaluación,
criterios de información de los resultados y criterios de promoción.
Se debe evitar que la
visión forzosamente parcial e individual del educador sea lo definitivo,
quedando los estudiantes al margen de unas decisiones y orientaciones que van a
marcar sus opciones futuras. Su participación y su responsabilización, son
fundamentales para el aprendizaje social, la toma de conciencia, el
conocimiento de cada uno de los que participan en la construcción del sistema
educativo y de la sociedad en general.
En este sentido, se
impone la necesidad de la negociación;
en efecto, la evaluación siempre requiere de transacciones y compromisos. Por
ejemplo, si se usa el portafolio (Quintana, 1996) habrá que negociar con el
estudiante cuál considera que es su mejor trabajo del día, de la semana o del
ciclo e incluirlo en su portafolio, se pueden convenir también los criterios a
utilizar para evaluar los trabajos y, más aun, se puede llegar a acuerdos
conjuntos acerca de la ponderación de cada criterio.
En definitiva, la
evaluación puede estar condicionada desde fuera, solo en tanto y en cuanto, el
sujeto no sea capaz de asumir su propia dirección, en la medida en que se vaya
capacitando, los agentes externos deben ir cediendo paso al ejercicio de estas
capacidades y ello abarca tanto lo moral como lo cognitivo. Como señalan
Angulo, Contreras y Santos (1991), el juicio sobre la calidad de una realidad
personal o social no puede ser ni delegado ni usurpado a los sujetos
participantes; al juicio se llega por un proceso de construcción, y la riqueza
de dicha construcción estriba, a su vez, en que se convierta en un aprendizaje
colectivo, en un diálogo y una reflexión conjunta, en definitiva, en un proceso
por medio del cual los sujetos puedan adquirir la capacidad y la
responsabilidad para cambiar y decidir sobre su realidad inmediata.
La evaluación como parte
del proceso educativo
La evaluación puede verse
como algo aislado o como una parte integrante del proceso educativo. Concebida
como un añadido del proceso, se convierte en un procedimiento de selección al
estilo de los exámenes tradicionales. Por el contrario, si se entiende como
componente del proceso, sirve para orientar el aprendizaje de los estudiantes,
de los educadores y de las mismas organizaciones que constituyen el sistema
educativo (Swieringa y Wierdsma, 1995).
En este aparte se concibe
la evaluación como una operación sistemática, integrada en la actividad
educativa cuyo objetivo es conseguir el mejoramiento continuo de todos los
factores intervinientes. La evaluación implica comparación entre los objetivos
establecidos para una actividad intencional y los resultados obtenidos. No
obstante, se ha de evaluar no solamente los resultados sino los objetivos
inicialmente previstos, las condiciones, las estrategias didácticas y los
diferentes medios de su puesta en acción. Ello aporta información sobre los
alumnos, las estrategias didácticas, sobre el proceso educativo y sobre todos
los factores personales y ambientales que inciden en dicha actividad. En el
caso de que no se consigan los resultados esperados, la evaluación debe servir
para replantearse la programación, especialmente en el sentido de ajustar mejor
la intervención, la ayuda que el profesor ha de facilitar a los alumnos,
considerados individualmente y como miembros de un grupo. Si diseñamos las
evaluaciones integradas a toda la programación, sus resultados servirán para
estimular y guiar al alumno, para detectar las dificultades de aprendizaje y
para rectificar, mejorar, modificar, ampliar las estrategias didácticas para
adecuarlas a la diversidad de los alumnos de tal manera que, incluso, podamos
preparar materiales didácticos diferenciados. En definitiva ayuda a tomar
decisiones de reorientación y ajuste en la búsqueda del mejoramiento continúo.
Con la visión anterior,
la evaluación se orienta a derivar aprendizajes del desarrollo del curriculum,
sirviendo para mejorar el curso, para decidir qué materiales de instrucción y
qué métodos son satisfactorios y cuándo es necesario cambiar. Para tomar
decisiones sobre los individuos: identificando sus necesidades, juzgando sus
méritos para seleccionarlos y agruparlos, acercando al alumno al logro de sus
potencialidades y la concientización de sus deficiencias; y guiar las
regulaciones administrativas: juzgando los aspectos positivos del sistema
educativo, las competencias de los educadores, entre otros. La otra parte del
asunto es la necesidad de que los educadores analicen sus propias actuaciones
profesionales como forma de profundizar en la comprensión de las complejas
situaciones del proceso educativo. Lo anterior lleva implícita, por una parte,
una manera diferente de entender la tarea docente y, por tanto, la formación y
actualización.
En general, cuando en las
instituciones educativas centran la evaluación de los alumnos en la
calificación, se desestima si el curriculum
aplicado fue el mejor de los posibles para ellos, en qué condiciones se
llevó a cabo el proceso educativo; si se hizo con la infraestructura necesaria;
si se organizó un clima de aprendizaje cooperativo; si el profesor utilizó las
estrategias más convenientes, entre muchos otros factores. En este sentido, si
los educadores no se conforman con cumplir
y quieren aprender de su propia práctica y, además, quieren aportar
elementos de reflexión para la comprensión y mejora del sistema educativo, la evaluación
del curriculum puede constituir una
fuente de reflexión que posibilite la mejora de su práctica como individuos y
como miembros de un equipo docente, a la vez de ayudar a situar las diferentes
problemáticas implicadas en el ámbito de la educación institucional allí donde
se generan ( Sancho, 1990). La evaluación en este caso no recae únicamente
sobre los alumnos, sino que abarca la metodología, los materiales empleados y
la programación seguida.
A manera de conclusiones
De lo anteriormente
analizado se puede establecer algunas conclusiones como orientadoras del tipo
de evaluación educativa que se propone:
• Se entiende que la
construcción del conocimiento involucra un esfuerzo para organizar la
información recibida, a fin de aplicarla en la comprensión de un fenómeno o en
la solución de una tarea. No consiste en la posesión de verdades definitivas,
acabadas e inalterables sino en un proceso continuado de rectificación de
errores (Bachelard, 1981) para acceder a la complejidad de lo real. Para el campo
de la evaluación, se asume que ni la verdad ni la valoración correcta están en
posesión de grupos o personas privilegiadas, ya sean estos los evaluadores o
los sujetos implicados en la realidad evaluada. La verdad y la valoración es
asunto de construcción democrática de todos y en su búsqueda todos somos participantes.
• Se concibe como una
evaluación orientada hacia la autorregulación,
en este sentido no es el evaluador quien juzga, sino que facilita que sean los
propios participantes quienes lo hagan. Desde esta perspectiva, una evaluación
se hace preguntas sobre el sentido y el valor de las realidades objeto de
evaluación, con el fin de orientar la recolección de evidencias, informaciones
y puntos de vista que permitan a los interesados ampliar y matizar su
comprensión, profundizar en su reflexión, elaborar apreciaciones más informadas
y dirigir sus actuaciones futuras de forma colectiva y en colaboración con
otros.
• Aunque puedan
utilizarse mediciones y procedimientos estadísticos de análisis de datos, no
hay que dejarse cautivar por la magia de los números, éstos pueden contribuir a
comprender las realidades evaluadas pero no pueden evitar la simplificación, en
muchas ocasiones hasta el absurdo, de la riqueza y profundidad de los procesos
educativos. Por tanto, se prefiere la utilización de metodologías sensibles a
la riqueza, complejidad e interacciones que se producen en toda realidad
social, así como los procedimientos que permitan captar las valoraciones,
aspiraciones, interpretaciones e intereses de las personas tal como son
expresadas por ellas mismas, sin presuponerlos de antemano.
• E l valor educativo de
un programa, una institución o una actividad educativa, no puede basarse
únicamente en la cantidad y la calidad de los aprendizajes de los alumnos, aun
cuando este sea un resultado muy importante. El valor educativo va más allá del
aprendizaje de los alumnos o de los receptores del programa. En este sentido,
la evaluación indaga acerca del significado del programa mismo, por medio de su
conocimiento y la reflexión sobre su desarrollo, sus características, sus
circunstancias materiales y humanas, sus logros y errores. Se busca así
favorecer la reflexión y el debate de los participantes y su aprendizaje a
partir de su propia experiencia. Con esto se quiere significar que la
evaluación ha de servir como catalizador para la discusión, alimentando y
proponiendo dudas, interpretaciones, hechos y recomendaciones para dicha
reflexión y aprendizaje.
• Bajo el enfoque
conductista se pensaba que mediante la evaluación del rendimiento se verificaba
el logro de los objetivos previstos; éstos se valoraban cuantitativamente a
través de la medición de comportamientos observables. Los enfoques
cognitivistas y constructivistas han puesto de manifiesto que n o todo aprendizaje
se refleja en el momento de aprender. Así, el aprendizaje latente no se
manifiesta inmediatamente en ejecución o en rendimiento. Por ello, la
evaluación de aprendizajes complejos, constituye siempre una operación difícil
y sujeta a posibles errores o sesgos de apreciación. Diferentes procedimientos
y criterios de evaluación pueden conducir, para un mismo estudiante, y en un
mismo momento, a juicios y calificaciones muy dispares. Cuanto más ricos e
interesantes son los procesos educativos, más impredecibles se vuelven sus
productos y consecuencias. La evaluación rigurosa y objetiva de los resultados
observables al final de un período lectivo no logra detectar sino una mínima
parte de los efectos reales del proceso educativo, la mayoría de éstos se
manifestaran de forma muy diversa, compleja y prolongada en el tiempo. Por
tanto, la evaluación debe abarcar no solo el grado en que el estudiante aprende
un conjunto de habilidades o conocimientos, debe incluir los efectos no
intencionados como su predisposición hacia el contenido, hacia el aprendizaje
mismo o hacia sus capacidades como aprendiz. En definitiva, hay que prestar
atención, no únicamente a los resultados inmediatos y planificados, también hay
que prever los efectos encubiertos que se manifiestan a largo plazo y que,
posiblemente, sean más trascendentes que los productos inmediatos.
• Por último, la
evaluación es una actividad esencialmente valorativa que requiere, tanto en su
fundamentación como en su aplicación, de rigurosidad ética y crítica social. La ética de la evaluación exige un acuerdo negociado que
respete la autonomía, la imparcialidad y la igualdad de los evaluados. La
perspectiva social alude a una evaluación comprometida con el desarrollo y
profundización de la democracia. En este sentido, la democratización de la evaluación se
entiende como la participación significativa de los evaluados en la
interpretación y uso de los resultados de la evaluación. En definitiva, no es
una perspectiva neutral, sino que orienta el trabajo hacia la creación de
espacios de reflexión donde los partícipes del proceso educativo puedan
comprender y asumir sus responsabilidades mutuas a la luz de las informaciones,
datos, interrogaciones, hechos e interpretaciones que la evaluación aporta.
La puesta en práctica de
lo aquí propuesto no es cuestión fácil, requiere la unión de esfuerzos,
voluntad de realización, conocimiento, inteligencia creadora y tiempo para
profundizar y mejorar todos y cada uno de los aspectos. Pero pensamos que vale
la pena aceptar el compromiso y que es necesario intentarlo.
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Este artículo ha sido previamente publicado en la Revista Educación y Ciencias Humanas. (1999). VII (12). pp. 9-31.
[1] Universidad
Pedagógica Experimental Libertador; Instituto Pedagógico de Caracas, Venezuela.
Esta edición ha sido elaborado con propósitos formativos para la
Especialización en Competencias Docentes para la Educación Media Superior,
UPN-Cosdac, México, 2008.
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